Cuando él tomó asiento en la amplia butaca de cuero hecha a su medida, más larga que las otras, la joven le entregó el programa de música.
En él constaba la selección habitual – Beethoven, Brahms, Shostakovich –, más la pieza que había solicitado, el Requiem de Verdi, pero no podía escucharla ahora. Si se dejaba atrapar por aquellos solemnes acordes y voces, los recuerdos acabarían abrumándole.
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